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“Oscuridad en la casa y luz en la calle”, un decir que se usó por algún tiempo en mi familia para definir aquellos de quienes se hablaba muy bien en la calle —entre vecinos y amigos—, pero en la casa eran un motivo de discusiones y peleas. Había quienes decían que debía ser al contrario: toda luz en la casa y dejar la oscuridad para la calle, como si la familia, por ser familia, obligara a un comportamiento luminoso aunque promoviera por su propia dinámica el caos. Un caos que surge justamente de la enorme diferencia que la conforma: esa unión de individuos que cohabitan en un espacio y que, agrupados bajo el signo de familia, acogen ciertas líneas que permiten la convivencia, pero que no los exime de ser al fin de cuentas individuos dueños y señores de sí mismos. Una individualidad que la familia pretende pasar por alto considerando que sus líneas de convivencia tienen el alcance de las ideas y los ideales personales, en busca de una homogeneidad imposible y en muchas ocasiones ca