![Imagen](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEilSh50VJc7TRiBPz4rCVYvcTtfWlLKLfZCSMkJuoHvDzEqC84RRwiB2OJ8V6ZQDcDtPB6WEvWNyMVKDH10-vVmSLoOJGJbVgq_5u1kbgOSpMN7MQi0vFdrAFcymA2X0c7-kdXBqC7qUjIN8uwNjW7tYtbJXqBsFchj3pwY2hryTQToor4hS0Nr_fcFXew/w640-h410/Distancia.png)
Lejos, más lejos, bien lejos La dimensión de lo que sentimos frente a iguales eventos tiene escalas diferentes en cada persona, como diferente es entonces la forma de abordar las dificultades y las dolencias físicas o emocionales que nos dejan. Saber por experiencia propia sobre eso que le está pasando al otro, no es suficiente para determinar el impacto que tiene en él; por lo tanto, calificar su capacidad o impericia en el manejo de la situación es un atrevimiento. Cuando nos vemos frente al otro lamentando una situación por la que ya pasamos y salimos airosos, sentimos la necesidad de compartir con él nuestra experiencia, los métodos que usamos para sobreponernos y los resultados que obtuvimos. La idea puede entenderse desde dos puntos: uno, que pretendemos ayudar, y el otro, que alardeamos con nuestra fortaleza y capacidad. Pero resulta —y esto es cierto para mí— que ponernos a nosotros por delante no le sirve realmente a quien está padeciendo la incertidumbre del mal momento. En