Lejos, más lejos, bien lejos

La dimensión de lo que sentimos frente a iguales eventos tiene escalas diferentes en cada persona, como diferente es entonces la forma de abordar las dificultades y las dolencias físicas o emocionales que nos dejan.

Saber por experiencia propia sobre eso que le está pasando al otro, no es suficiente para determinar el impacto que tiene en él; por lo tanto, calificar su capacidad o impericia en el manejo de la situación es un atrevimiento.

Cuando nos vemos frente al otro lamentando una situación por la que ya pasamos y salimos airosos, sentimos la necesidad de compartir con él nuestra experiencia, los métodos que usamos para sobreponernos y los resultados que obtuvimos. La idea puede entenderse desde dos puntos: uno, que pretendemos ayudar, y el otro, que alardeamos con nuestra fortaleza y capacidad. Pero resulta —y esto es cierto para mí— que ponernos a nosotros por delante no le sirve realmente a quien está padeciendo la incertidumbre del mal momento.

Entonces ¿qué hacer?

Pero ¿y es que en realidad tenemos qué hacer algo? La verdad, creo, es que no tenemos que hacer nada. Quien tiene que hacerlo es justamente el otro que sabe la dimensión de su dolor y es a él a quien le corresponde desarrollar los mecanismos para enfrentarlo. El que el otro nos busque para aligerar su peso, y encontrar alguna pista que le ayude a resolverlo, no nos autoriza para hablarle de nosotros, de lo que hemos hecho y de lo que creemos que debe hacer, porque de quien se trata es de él que no soy yo, ni mi historia ni mis recursos.

Se me ocurre que, en esto de entender al otro desde nuestra experiencia, más nos valdría solo escucharlo y tal vez, con preguntas, guiarlo hacia él, hacia su territorio para que explore sus propios caminos, y ponernos a nosotros en una distancia prudente, que es lo mismo que lejos, más lejos, bien lejos[1].



[1] Esta ocurrencia es el resultado de haber caído en este error con más frecuencia de la que quisiera. De eso se trata, de aprender, creo.


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