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Mostrando entradas de julio, 2023
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  El verbo copiar lo he escuchado con cierta frecuencia en diferentes escenarios, con expresiones como: “¿me copias?, “no, eso no te lo copio” o “te copié”; en estos casos se refieren a una idea. Podrían reemplazarse por: “¿me entiendes?”, “no estoy de acuerdo” o “no me gusta”; pero parece que la palabra copiar en el contexto de quien la usa adquiere cierta contundencia. Esto no se trata de juzgar el uso apropiado o no del verbo, ni más faltaba; sino de cómo al usarlo en ciertos escenarios adquiere otra forma, tal vez impacto. La verdad es que algunas veces urge usarlo, como me ocurrió por estos días que perdí por lo menos media hora viendo un video que me ofrecía una terapia facial, con la que aseguraba tonificar los músculos de la cara, aumentar el colágeno y retrasar en mucho los signos del envejecimiento. El video no solo era absurdamente largo —lo que ya era sospechoso—, sino amenazante porque en cada intento de salir aparecía una cara que decía: ¡Vas a abandonarlo en el mejor m
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“No cruzar, perro bravo”. Hay un límite desde la amenaza: no pasar, no cruzar; solo ver o seguir derecho. Puede que el lugar sea muy atractivo, pero solo entran los que son invitados, y cuando esto ocurre la amenaza desaparece. El perro está atado o encerrado. En casi todos los espacios fáciles de definir están claros los límites: una puerta, una reja, una línea amarilla o roja. Los límites no solo cuidan el espacio, algunos también sirven para cuidarnos a nosotros de sufrir consecuencias no deseadas. Pero ¿y qué pasa cuando el espacio somos nosotros? Tenemos un cuerpo que define claramente hasta dónde pueden acercarse los otros. Por fortuna cada vez estos límites son más claros. “No invadas con tu demasiada cercanía mi círculo" —me muevo o extiendo una mano que aleje al otro—, "hasta ahí puedes llegar”. Ese límite es posible verlo y sentirlo. Sin embargo, hay otro espacio que no es tan evidente y tal vez por eso mucho más violentado, el que llamo  espacio interior . A este l
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Hay expresiones que se imponen y se usan sin que sepamos muy bien su significado e implicaciones. Tal es el caso de expresiones como: “has lo que te haga feliz” o, en su defecto, “lo que te produzca placer”. Bueno, la verdad es que no parece que tuviera mucha dificultad comprender su significado, tal vez el esfuerzo inicial recaiga en definir eso que nos hace feliz o nos produce placer; en establecer, en ese espacio limitado que soy yo, dónde ocurre el encuentro entre lo que hago y mis medidas de placer y felicidad. Porque eso hay que definirlo bien cerquita, con la mirada puesta en uno mismo; pero por lo general lo hacemos mirando allá, en los otros, en lo que hacen y en lo que imaginamos que son: a veces todos viven mejor que uno. El tema, que parece complejo, debería ser realmente elemental si miráramos con más cuidado y no corriéramos a cumplir mandatos; porque la expresión tiene su trampa ya que en su ejecución corremos el riesgo de convertirnos en unos aburridos: ¿cuántos de l
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A veces pienso que no vale la pena tanto esfuerzo, que podría solo quedarme respirando —que es lo único y más importante del vivir, lo único que me recuerda que soy vida—. Pero cuando me quedo quieta, observándome hacer solo eso, se me ocurre una buena cantidad de ideas para ocuparme mientras lo hago. Cada día entro con más frecuencia en este dilema, tal vez por eso he estado más atenta a lo que hago, y aunque me encuentro en medio de una cantidad importante de tareas, he descubierto que las que más me agotan y exigen esfuerzo son aquellas a las que imagino con más alcance en los resultados. Parece que soy incapaz de hacer algo por hacerlo, por solo ocupar la respiración, sin medir cuánto debe importar. ¿Importar a quién? Creo que los por qué y los para qué, cuando de hacer se trata, comienzan a estorbarme. En retrospectiva han estorbado mucho porque mientras califican por las nubes algunos haceres, tiran por el piso otros y han servido con total y absoluto error para medir la impo
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  De vez en cuando es interesante sentirse enredado en el remolino de una emoción, pero no de cualquiera, sino de esas fuertes, de las que logran perturbarte y hacen que tu cuerpo sude, tiemble, pierda el sueño… Hablo de esas que nos dominan e impiden que medie la reflexión, que nos paralizan en un estado de conmoción y que no es posible disiparlas con una ducha, una agüita aromática o una respiración profunda. Sí, una de esas emociones poderosas y obstinadas que insisten en permanecer y que por esa misma razón te llevan de vuelta una y otra vez al recuerdo del suceso que la despertó —porque es así como se alimenta—, y nos vemos pensando todo el tiempo en lo mismo, en una cadena de repeticiones absurdas, hasta convertirnos en unos poseídos incapaces de liberarnos de ella —lástima que los exorcismos estén devaluados—. Pero ocurre que a veces no son esporádicas, sino que vivimos bajo el dominio-posesión de ellas sin darnos cuenta; nos identificamos y definimos a través de ellas, y en su