De vez en cuando es interesante sentirse enredado en el remolino de una emoción, pero no de cualquiera, sino de esas fuertes, de las que logran perturbarte y hacen que tu cuerpo sude, tiemble, pierda el sueño…

Hablo de esas que nos dominan e impiden que medie la reflexión, que nos paralizan en un estado de conmoción y que no es posible disiparlas con una ducha, una agüita aromática o una respiración profunda. Sí, una de esas emociones poderosas y obstinadas que insisten en permanecer y que por esa misma razón te llevan de vuelta una y otra vez al recuerdo del suceso que la despertó —porque es así como se alimenta—, y nos vemos pensando todo el tiempo en lo mismo, en una cadena de repeticiones absurdas, hasta convertirnos en unos poseídos incapaces de liberarnos de ella —lástima que los exorcismos estén devaluados—.

Pero ocurre que a veces no son esporádicas, sino que vivimos bajo el dominio-posesión de ellas sin darnos cuenta; nos identificamos y definimos a través de ellas, y en su ausencia nos sentimos planos, algo así como perdidos, en la mayoría de los casos, aburridos. Entonces casamos peleas o corremos maratones —de las que sean—, vamos detrás del evento que la dispara y cuando se produce decimos con total dominio: “He vuelto a ser yo”; no importa qué tan maluco[1] sea ese “yo”.

Creo que las emociones —de las que te dejan exhausto— solo sobreviven si están en un ambiente en el que puedan resonar, y por falta de atención nos convertimos en recipientes propicios para que se perpetúen: hay quienes resuenan toda la vida con la tristeza, el miedo, el enojo o la euforia.

Lo cierto es que si los sentimientos y las emociones nos enlazan con la vida, se me ocurre que es el voltaje y el nivel de identificación lo que debemos graduar, solo así se vuelven interesantes cuando aparecen.



[1] La uso porque me gusta. Se me ocurre que aunque es algo desagradable, no es determinante porque puede ser mejorado. 

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