Cada día entro con
más frecuencia en este dilema, tal vez por eso he estado más atenta a lo que
hago, y aunque me encuentro en medio de una cantidad importante de tareas, he
descubierto que las que más me agotan y exigen esfuerzo son aquellas a las que imagino
con más alcance en los resultados.
Parece que soy
incapaz de hacer algo por hacerlo, por solo ocupar la respiración, sin medir cuánto
debe importar. ¿Importar a quién?
Creo que los por
qué y los para qué, cuando de hacer se trata, comienzan a estorbarme. En retrospectiva
han estorbado mucho porque mientras califican por las nubes algunos haceres,
tiran por el piso otros y han servido con total y absoluto error para medir la
importancia o no de lo que “uno” es cuando se ocupa en un oficio. Tengo una
lista interesante de personas que hacen mucho y sin embargo se sienten avergonzadas,
porque eso que hacen no está en la lista de los haceres importantes, de esos
que tienen alcance y hacen abrir los ojos de admiración. Sí, gente agotada tal
vez no por el esfuerzo que han invertido en su trabajo, sino por la ausencia —propia
y pública— de reconocimiento.
Bueno, tal vez sea
otro error histórico pensar que el hacer, para estar completo, deba tener
reconocimiento personal y público.
Se me ocurre que alcance y reconocimiento son los
ingredientes nocivos que dan origen a la fatiga mental y física cuando de
pensar-hacer se trata. No hay medida que satisfaga cuando miramos lo que
hacemos, si le hemos impuesto medidas de valor en esas escalas aterradoras que perfilan
el vivir como una búsqueda incesante del éxito, donde lo que haces cuenta solo
porque impacta[1]
a la mayoría sin importar las estrategias que uses para impactarlos.
[1] Es innegable que algunos de esos
haceres que impactan ha servido a la humanidad; pero ¿cuántos de esos otros la
han dañado?
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