“No cruzar, perro bravo”.

Hay un límite desde la amenaza: no pasar, no cruzar; solo ver o seguir derecho. Puede que el lugar sea muy atractivo, pero solo entran los que son invitados, y cuando esto ocurre la amenaza desaparece. El perro está atado o encerrado.

En casi todos los espacios fáciles de definir están claros los límites: una puerta, una reja, una línea amarilla o roja. Los límites no solo cuidan el espacio, algunos también sirven para cuidarnos a nosotros de sufrir consecuencias no deseadas.

Pero ¿y qué pasa cuando el espacio somos nosotros?

Tenemos un cuerpo que define claramente hasta dónde pueden acercarse los otros. Por fortuna cada vez estos límites son más claros. “No invadas con tu demasiada cercanía mi círculo" —me muevo o extiendo una mano que aleje al otro—, "hasta ahí puedes llegar”. Ese límite es posible verlo y sentirlo.

Sin embargo, hay otro espacio que no es tan evidente y tal vez por eso mucho más violentado, el que llamo espacio interior. A este lo violentan las demandas sociales y familiares —en esas dos caben todas—, y para protegernos solo tenemos las palabras y la decisión de decir: ¡No más, esto es lo que puedo y quiero hacer por ti! 

Pero para establecer este límite es necesario que tengamos claro lo que queremos y somos capaces de hacer por nosotros mismos, antes que por el otro; porque solo interactúo con sus necesidades si reconozco las mías. Y no es un tema de egoísmo, sino de entendimiento; porque si hacer por el otro es parte fundamental de mi bienestar, entonces no hay sobrecarga ni violencia en los límites.

Se me ocurre que en ocasiones es necesario dejar suelto al perro bravo para establecer qué demandas dejo que entren en mi espacio interior. Pero nótese que el perro no funciona aquí para el otro, sino para uno mismo[1].


[1] También funciona para: deseos descontrolados, críticas negativas, agendas irrealizables, etc. 



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