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  Lejos, más lejos, bien lejos La dimensión de lo que sentimos frente a iguales eventos tiene escalas diferentes en cada persona, como diferente es entonces la forma de abordar las dificultades y las dolencias físicas o emocionales que nos dejan. Saber por experiencia propia sobre eso que le está pasando al otro, no es suficiente para determinar el impacto que tiene en él; por lo tanto, calificar su capacidad o impericia en el manejo de la situación es un atrevimiento. Cuando nos vemos frente al otro lamentando una situación por la que ya pasamos y salimos airosos, sentimos la necesidad de compartir con él nuestra experiencia, los métodos que usamos para sobreponernos y los resultados que obtuvimos. La idea puede entenderse desde dos puntos: uno, que pretendemos ayudar, y el otro, que alardeamos con nuestra fortaleza y capacidad. Pero resulta —y esto es cierto para mí— que ponernos a nosotros por delante no le sirve realmente a quien está padeciendo la incertidumbre del mal momento. En
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  No vienen acumulados Un día a la vez, una hora a la vez, un minuto a la vez, y si está muy difícil, un segundo a la vez… ¿Para qué cargarnos con la vida entera cuando solo va ocurriendo en un tiempo a la vez? Pensamos la vida, porque así se nos ha enseñado, en una acumulación de tiempo. Pero ¿es eso la vida, ¿una acumulación? Creo que es todo lo contrario: un sucederse por instantes, por momentos que se agotan y en ese agotarse dar espacio a más. Así, como diría mi madre: “la vida está hecha de momentos”, y esto lo decía para cuando todo iba bien; pero también para cuando todo iba mal. Un bien y un mal relativos: bien para cuando uno se siente cómodo, confiado, seguro, casi casi feliz, y mal para cuando las sensaciones son contrarias. Y es justo en esas sensaciones contrarias, que nos dan la idea de estar mal, cuando es interesante aplicar eso de un día a la vez, porque los momentos se alargan, se extienden, pero no en la realidad sino en el deseo de que pasen pronto, de que desapare
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No disociarás, decía el letrero   Representamos por elección o por imposición inconsciente diferentes roles; pero no me refiero a aquellos que se relacionan con un oficio, sino con nuestra forma de encarar la vida con los demás. Asumimos como una marca [1] ciertas actitudes que nos hacen reconocernos y que los otros nos reconozcan, para bien o para mal, en ese mundo delicado pero necesario de las relaciones sociales: con los mecanismos que hacen posible la creación de escenarios donde la vida se sostiene. Cada quien tiene su propia carga de actitudes para el encuentro con los demás y no siempre nos gustan; pero el gusto no es una medida lo suficientemente válida para crear empatía o antipatía por el otro. El gusto esta sesgado por nuestra historia y por las ideas preconcebidas que no nos permiten ver al otro tal cual es. Cuando es el gusto el que mide nuestra forma de acercarnos a los demás, limitamos el radio de acción en el que nos movemos y de paso empobrecemos nuestra experiencia.
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  ¿Qué es lo que ves cuando ves la ira en alguien? Intensidad, alto voltaje, tal vez el más alto. No toleramos la ira ni en nosotros ni en nadie, y sin embargo todos pasamos por algún episodio de ira durante nuestra vida. Habrá quienes digan que no, así como habrá otros cuya escala de episodios se supera así misma con más frecuencia de la que quisieran. Ante un ataque de ira mana una poderosa e irracional fuerza que está por encima de toda palabra que pretenda apaciguarla, de toda consideración, de toda regla. Es una fuerza que se alimenta, sostiene y se agota por sí misma cuando encuentra la forma de expresarse: un grito o muchos, lanzar un plato o toda la vajilla… La ira es violenta porque su alimento es la violencia. No hay ira inofensiva, todo ataque de ira responde a un sentimiento de agresión interior que pugna por salir, por manifestar la profunda incomodidad que siente. Cuando veo la ira en alguien, veo dolor, sufrimiento, historia, cansancio, desaliento, desesperanza… La ira c
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  Algo así como desconectarnos En ocasiones parece obligatorio entrar en estado de hibernación, hacer una pausa larga, si se puede, para vaciar la papelera de reciclaje de nuestra mente y volverla a llenar con nuevos datos inservibles, y así dejar solo lo que es importante en nuestro espacio mental. Se trata de un ejercicio un tanto difícil, porque la mayoría de las veces, si no todas, no sabemos clasificar lo que nos sirve de lo que no. Andamos acumulando datos, todos en la misma carpeta de “interesante” o “importante”, sustentados en la idea de que “para algo servirán”. Somos unos descuidados con nosotros cuando permitimos que nuestro tiempo y espacio se llene de información sin clasificar; es decir, cuando escuchamos y vemos todo sin atender al detalle de para qué lo hacemos, qué función cumple o cumplirá en nosotros, en nuestra experiencia de vida. La medida que hemos usado para establecer ciertos límites entre la información que gravita a nuestro alrededor y nosotros es “el gust
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  Quéjese No sé de dónde nos sacamos la idea de que teníamos que hacerlo todo, que de alguna forma, y aún sin alientos, debíamos enfrentar cualquier circunstancia, la nuestra y la de los demás; algo así como soportar sin queja aquello que rebasa nuestras propias fuerzas. No se nos permite quejarnos, o si se permite, debe ser poco, casi lo mínimo para que el otro no se incomode, no se canse de nosotros. Admiramos a aquel que, pese a las circunstancias, se muestra fuerte, y nos sentimos avergonzados ante lo que llamamos nuestra debilidad. Se nos enquistó la idea de estar siempre de pie, y ante aquel que cae —aunque también queramos caernos de vez en cuando— somos críticos, y si nos mostramos compasivos esperamos que no sea por mucho tiempo. La idea de que no son las circunstancias, es usted frente a ellas, nos ha arrinconado la libertad de decidir sobre lo que nos ocurre. Es cierto que muchas de las ocurrencias se salen de nuestro control, pero la gran mayoría son construcciones ment
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  El desprecio por lo sencillo Solo hay que respirar, eso es todo, lo que significa vivir. La vida es inhalación y exhalación, cuando deja de serlo este ritmo desaparece, todo es quietud. Así que podría entenderse también que la vida es movimiento: el corazón late, la circulación recorre el cuerpo… Y todo este movimiento ocurre sin el control de nosotros, no obstante, sin esa actividad no seríamos. No es “carreta”, no es “discurso” eso de que pasamos la vida inadvertidos de lo que somos, de lo único que somos; y, para recordarlo o ¿descubrirlo?, creamos terapias, disciplinas que contienen ejercicios, actividades y propósitos. En algún momento nos distrajimos o distrajeron contándonos cuentos que nos situaron lejos de la vida que somos, para adentrarnos en las tareas fatigantes de los súper humanos [1] que tienen que demostrar su “valor” en una vida que nos es común a todos, que late de igual forma para todos. No nos bastó con la categoría que nos definía como seres vivos, parecía