¡Incómodo!, francamente incómodo

He acumulado una larga lista de situaciones que me incomodan y que logran irritarme, lo que es lo mismo, hacerme pasar un mal rato. Por fortuna muchas de ellas las he convertido en posibilidades; es decir, que aunque se puedan presentar me he blindado de alguna manera para no permitirles dañarme y, en mi daño, dañar a otros.

Y no es que tenga un espíritu manso de esos que permiten que todo les suceda sin protesta; si fuera así no me daría cuenta de la incomodidad que me producen ciertas situaciones —ruidos fuertes, zapatos apretados, largas esperas, fatiga por hambre, etc.—, sino que me he dado cuenta de que el estado de irritación me ha dañado más que la misma incomodidad. Sobre todo en situaciones transitorias, como cuando quiero hacer una siesta y al voceador de “las mejores frutas y verduras que hay en la ciudad”, con su parlante a un volumen extravagante, le da por detenerse bajo la ventana de la habitación. Y como esa hay otras, creo que para todos es diferente, lo que es igual es la irritación que algunos experimentamos hasta el punto de hacer mala cara, hablar cortado y con acento, pisar fuerte y hasta gritarle a otro por el más mínimo estímulo.

…Y a esta ¿qué le pasó?

La irritación aumenta cuando no encuentras eco, cuando bajo la misma circunstancia a nadie se le para el pelo como a uno, y es ahí —si estás atento— cuando te das cuenta de que algo raro te está ocurriendo: o tienes una fuerte tendencia a irritarte o esperas que las circunstancias se acomoden a tus expectativas, hay quienes sienten que las cosas deben cambiar. Y es cierto, en muchas ocasiones el orden de las cosas va mal y hay que intervenirlo; pero ¿y cuando ni siquiera es trascendente lo que nos está incomodando y parecemos lobos enjaulados?

Se me ocurre que para cualquier circunstancia que nos incomode, y que siempre van a aparecer, existe el recurso de la valoración: verificar la magnitud del estímulo y de nuestra respuesta, evaluar si lo podemos intervenir o no, y ver cómo lo aprecian los demás; antes de caer en la muy dañina irritación[1] que termina con amistades, familias, encuentros, por no decir con la salud de nuestro cuerpo.



[1] He descubierto —por eso de estar bien entrenada en ataques de irritación— que su origen es más profundo y que los estímulos externos solo son detonadores, excusas para sacar afuera una incomodidad mayor que nada tiene que ver ni con el excesivo calor y mucho menos con el imprudente voceador.

 

 

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