De pronto uno se
siente muy cansado, algo asqueado, y se le ocurre que todo puede irse al carajo
—o a la porra, como dirían—; ese es un buen lugar para descargar todos los
pesos absurdos que acumulamos con los días, que en ocasiones se convierten en
meses, en años… en toda una vida. El problema ocurre cuando no sabemos qué es
lo que queremos mandar allá, porque lo que nos cansa a veces no es tan evidente
y mucho menos el lugar a donde podría llegar: carajo es un lugar que carece de
coordenadas.
Saber qué es lo
que nos tiene cansados, con dolor en los huesos, con insomnio o somnolencia —porque
las dos aplican para el cansancio—, desganados, alterados o desatentos al
disfrute de la vida, constituye el primer paso para comenzar a eliminarlo; pero
ocurre que esta pesquisa se convierte también en motivo de cansancio. Esa
mirada permanente sobre nosotros, esa indagación incesante, si no se modula se
convierte en una trampa que termina por arruinar cualquier intento de salir del
círculo vicioso. Pero ¿qué hacer entonces? Creo que solo nos queda ser sinceros
y reconocer que cualquier forma de cansancio está necesariamente vinculada a
nuestra manera de ver y hacer las cosas, que pudiendo ser sencillas las convertimos
en excesivas; porque cuando hay cansancio hay exceso de algo.
Pero habría que
decir también que llega un momento en que el exceso de cansancio cansa tanto
que termina por aniquilarse a sí mismo[1], y se me ocurre que esta es
la mejor y más positiva forma de acabar con él. Y es ahí cuando el recurso del “carajo”—
que imagino está lleno de ideas, formas de actuar, normas, autolimitaciones, pensamientos
compulsivos… esas cosillas que nos inventamos para arruinarnos la vida— aparece
como un lugar majestuoso y extraordinario, además liberador, al que podemos
invocar en silencio; pero se ha demostrado que si se invoca en voz alta es mucho
mejor.
[1] Somos más que nuestros cansancios. Tal
vez el ejercicio sea buscarnos debajo de las capas que nos hemos impuesto.
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