Resignación…
Hay palabras que no me gustan, entre ellas “resignación”, así como hay
algunos oficios que, aunque los tengo que hacer, tampoco me gustan y es ahí
donde palabra y oficio se unen para hacerme miserable.
Tengo la idea de que las generaciones nuevas no conocen esta palabra, se
ha borrado de nuestro léxico habitual y tal vez lo hemos hecho decididamente;
porque en función de ella históricamente las mujeres, en especial, sufrimos y
aceptamos voluntariamente, con una enorme dosis de paciencia, cantidades
inimaginables de abusos.
Aceptar lo que tenemos qué hacer, en esas tareas que no nos gustan pero
que nadie más las puede hacer —a no ser que paguemos por ellas— y de las que
depende cierto confort y equilibrio en nuestra cotidianidad, exige otro nivel
de atención que no tiene por qué ser resignación. La resignación me lleva a
padecer y al final, como dije al principio, a volverme miserable: un ser
aburrido, sin ánimo, algunas veces huraño, cuando no en permanente tristeza.
Y no estoy exagerando, el drama con el que asumimos ciertos compromisos
que nos parecen desagradables desencadena serias contiendas íntimas que se proyectan
a nuestro entorno familiar, haciendo la vida de todos miserable. ¿Quién no ha
padecido la furia de quien después de trapear un corredor le pisan y dejan
huellas, o el discurso inagotable —más conocido como cantaleta— por no haber
llevado la loza al lavaplatos? No tengo las estadísticas, pero sé de algunas relaciones
de pareja que se han terminado por encontrar reiteradamente pelos en la ducha.
Es poco lo que hablamos de esto, pero si ahondáramos sin vergüenza [1] en
ello descubriríamos cuán común es, cuántas tragedias se viven a diario en los
estrechos márgenes de nuestras casas por cuenta del hacer resignado.
Se me ocurre que la resignación es una mala consejera al momento de
asumir estos deberes molestos, tarde o temprano lo que está contenido a fuerza
de aceptar desde la impostura y no desde una verdadera decisión, consciente y
reflexiva, terminará por dañarnos.
[1] Hay quienes sienten vergüenza de
reconocer que los oficios domésticos son parte de su cotidianidad, que son
parte de sus glorias, guerras, triunfos y derrotas.
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