¿Vergüenza?
Me he encontrado
con algunas confesiones que francamente me parecen innecesarias. Cuando apenas
comienzo a conocer a alguien saca a relucir ciertos aspectos que ni siquiera me
interesan, pero que al otro le parece urgente que los sepa. Datos de su
historia que solo a él o a ella le pesan y que tal vez necesita estar
confesando, y no precisamente para descargar el peso que lleva; porque si así
fuera no lo diría tantas veces: para deshacernos de nuestros pesos solo se
requiere —si es que en verdad sirve de algo— decirlo una sola vez.
Estas repeticiones
no son confesiones realmente, parecen más bien alarmas con las que nos dicen: ¡Ojo!
que no soy tan digno como me ves. Apelan a nuestros prejuicios y esperan que
con esa mancha oscura, que solo ellos ven y cargan, sean aceptados; porque les
parece imposible que a alguien no le interese la historia que trae, sino lo que
es hoy. No se ven sin historia, por lo tanto, son solo historia: un cúmulo de
acontecimientos que le suman a su hoja de vida y, en el caso de los que
confiesan, con algunos elementos que le restan.
Hay a quienes les
parece imposible que a otros no les interese su historia —ni la buena ni la
mala—; les parece difícil que exista alguien que cuando los mire o les hable
solo le interese lo que son en ese instante. Se asombran tanto con esto que se
ven obligados a redactar sin puntos ni comas ni comillas ni paréntesis… la
larga lista de eventos en los que fueron lo que hayan sido o crean que son.
Se me ocurre que
hablar de lo que nos avergüenza de nosotros es tan inútil como enumerar lo que
nos enorgullece; es una forma de manipular la relación y decirle al otro: es
así como quiero que me reconozcas.
Es cierto que anda
por ahí un buen número de personas que pretenden, como misión en su vida,
recordarle al otro su historia, en especial los detalles oscuros; pero este es
un territorio vasto en el que podemos prescindir de esas cercanías. Sin
embargo, de nada servirá alejarnos si no aprendemos a vernos a nosotros con
ojos nuevos cada día[1].
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