A propósito de la lectura de "El señor presidente" de Miguel Ángel Asturias.

¿Qué es peor: estar desinformado o estar mal informado?

Saber lo que se dice no es tan problemático como creer en lo que se dice. Dar por cierto un dato y hacer de ese dato algo indiscutible es un riesgo que corremos muy a menudo, sobre todo si de quien lo escuchamos tiene alguna autoridad o poder que le hemos concedido. Porque eso del poder es algo que otorgamos, bien porque consideremos que el otro sabe y es digno de nuestra confianza, porque tiene una gran representación social desde la imagen o porque ejerce una fuerte presión desde el temor.

En cualquiera de estas circunstancias —habrá más que no tengo en cuenta— creer en lo que se nos dice sin que medie la reflexión es siempre un riesgo al que estamos sometidos. Parece que dudar es algo que no está permitido. Y resulta tremendamente peligroso que siempre estemos buscando certezas sin que importe sobre qué se sustentan, o que este sustento o soporte sea simplemente que tal o cual persona lo dijo.

Cuando no hay preguntas y carecemos del interés para desenmarañar las cadenas de lo que se dice, como en el juego infantil del teléfono roto, estas terminan por ser distorsiones de la realidad, y se convierten en un verdadero problema cuando se endurecen hasta trastocar totalmente la verdad.

Se me ocurre que somos perezosos en eso de rastrear la información que nos llega, en tamizar desde la duda lo que puede ser cierto o no. Promulgamos la libertad —como palabra—, pero no la ejercemos para evaluar lo que oímos y transmitimos. Dejamos así que el chisme[1], que generalmente es negativo, circule y se haga grande, inmanejable, hasta petrificarse en una verdad oscura, borrosa.

Pero quién puede culparnos… ¿Quién tiene la suficiente fortaleza de carácter que lo haga incuestionable como para tirar la primera piedra?

Tal vez debamos ocuparnos un poco más en evaluar lo que sabemos, quizá lo que afirmamos con tanta vehemencia no sea cierto.



[1] El chisme como una forma de gobierno presente en la novela de El señor presidente. Un chisme peligroso, fundado y sostenido desde el temor.

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