Pasión…

Cuando nos domina la pasión, pero no como un sentimiento fuerte hacia otra persona sino hacia nosotros mismos, conservar el equilibrio es algo difícil.

Apasionarnos con nosotros es interesante cuando de cuidarnos se trata, cuando de saber que tenemos un espacio personal con límites que nos protegen; también para establecer que este cuerpo que nos conforma es valioso y por eso debe ser arropado y consentido. Cuando la pasión nos lleva a asumir un compromiso con nosotros, poniendo todo el esfuerzo necesario para cultivarnos, resulta muy provechosa; sin embargo, se vuelve peligrosa cuando esa misma pasión nos aísla al pretender negar la existencia de los otros.

Al otro se niega de muchas formas y tal vez la más conocida es atacar o ignorar sus ideas y puntos de vista, situación que por lo general creemos que afecta al silenciado, pero que en el fondo se convierte en una autoagresión con consecuencias importantes.

El dominio de la pasión es la emoción y no la razón. Una dosis alta de emoción impide razonar y nos lleva a apegarnos decididamente a lo que creemos. Defender una idea desde la pasión produce una descarga física fuerte que se entiende como agresión, quien habla está preparado para defender su territorio —por ese territorio llamado ideas nos hemos matado históricamente—.  

La defensa de las ideas desde la pasión ahoga los argumentos y el discurso que serviría para dar forma a lo que queremos decir se diluye en la expresión violenta de quien se siente afectado, invadido por ideas contrarias a la suya.

Se me ocurre que no es lo mismo apasionarnos con nosotros que con nuestras ideas. Nosotros somos irremplazables, en cambio las ideas siempre podrán reemplazarse; de hecho, el revaluarlas nos permite comunicarnos y empatizar con el otro. Cuando nos apasionamos con las ideas, y las hacemos parte de nuestra identidad, es cuando se vuelven en nuestra contra.

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