Desde hace algún tiempo vengo cuestionando todos los deberes que me he impuesto, porque eso de hacer lo que te dicen tiene una aplicación natural en cierta edad —obvio estás aprendiendo—, pero cuando ya tienes suficiente edad, entendida como acumulación de experiencia y conocimiento, si sigues haciéndolo es porque lo has asimilado incorporándolo a tu naturaleza.

Tenemos una historia que nos pesa, plagada de deberes en los que se incluye el cómo debemos ser sin que se nos haya dicho qué es lo que somos. Se nos lanza a la vida para descubrirlo, pero ¿si lo hacemos?

En algún momento la pregunta por lo que somos nos acosa, pero por lo general nos conduce por el camino de lo que hacemos, y pretendemos que con la suma de eso que hacemos obtengamos una idea completa de lo que somos; lo que termina por ser un gran error: está bien demostrado que los haceres cambian, que en cualquier momento somos despojados de los títulos que nos hemos empeñado en sostener. Así que algo que es mudable no puede sostener la respuesta de algo que es permanente: ¿qué es lo que queda cuando no queda nada? Cuando nos despojamos de los roles e ideas que hemos concebido sobre lo que somos ¿qué es lo que queda?

Se me ocurre que eso que queda es lo que realmente somos: vida. Somos solo eso y todo eso. Pero ¿qué significa ser vida?

Cuando llegamos a una conclusión como esta nos encontramos vacíos, no hay argumentos para ser vida; todos los hemos gastado en complejas formas de vivir, en agotadores discursos de cómo es que debemos ser para atender las demandas de los territorios sociales, abandonando el territorio del ser, el fundamental, el único. Tal vez por eso hay tanto cansancio…

Experimentamos el vivir desde una idea y no desde la realidad. Se me ocurre que ser vida es sencillo, pero nos hemos acostumbrado a hacerlo todo complejo, tal vez esta sea la mejor forma de dominio que se ha inventado el hombre.

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