De lo que puede pasar
Cuando era niña jugaba al “lobo está”. Me recuerdo con tres o cuatro
amigas huyendo de un lobo que habíamos elegido previamente y cantando la
canción que nos ubicaba en el bosque donde podíamos jugar mientras el lobo se
preparaba para salir; pero al final hacíamos la pregunta: ¿lobo está?, y era justo
en ese momento cuando salía a perseguirnos. La idea era huir de él, pero el
juego tenía sentido si al final atrapaba a una que luego se convertía en lobo. Era
emocionante eso de huir del lobo, de jugar en medio del peligro y de la certeza
de su existencia.
Ese lobo se me parece mucho a la incertidumbre con la que nos enfrentamos
día a día: sabemos que las situaciones adversas están allí, que nos acechan,
que pueden alterar nuestros planes y no obstante salimos al bosque a enfrentarlas
con la idea de poder huir de ellas o de no ser vistos ni tocados por lo menos
por un buen tiempo.
Pero también ocurre que andamos algunas veces desprevenidos o confiados y
cuando las circunstancias adversas nos tocan, nos sorprendemos como si
ignoráramos que todo puede ocurrirnos. Y que para ese ocurrir adverso lo único
que tenemos a la mano es no desesperar. El lobo de nuestro bosque es una
realidad: un accidente, una enfermedad, una pérdida —o muchas—, un proyecto
fracasado, etc., y como en mi juego lo único que nos libra de no ser atrapados
por ellas es no jugar.
Se me ocurre que lidiar con la incertidumbre, que tiene implícita la certeza de que no todo está bajo nuestro control, requiere una fuerte dosis de humildad para aceptar nuestras limitaciones, esas que nos hacen vulnerables ante el lobo que “es” también nuestra existencia.
Tal vez la idea sea conservar la emoción
del juego pese a los peligros que se encuentran en nuestro bosque.
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