Ese asunto de las promesas

Prometer algo es un tema peligroso en el que se juega con las expectativas de quien promete y con las de quien recibe la promesa. Se promete con la convicción y la fuerza del momento, pero nadie garantiza que esas mismas fuerzas nos acompañarán al momento de cumplir lo prometido. Hay mucha letra menuda que por la emoción del momento nos negamos a leer, porque cuando se promete va detrás el logro de un objetivo que nos ciega y evita que atendamos las variables que pueden afectar nuestro camino.

Se promete en función de un futuro con la emoción y las circunstancias que tenemos en el presente; pero es bien claro que emociones y circunstancias cambian. Embargamos en una hipoteca abierta nuestras disposiciones futuras con el consabido riesgo de quedar mal y, dependiendo del cobrador —hay unos cobradores terribles—, cargaremos con el sino de ser incumplidos por el resto de nuestras vidas.

Se me ocurre que eso de estar prometiendo —o prometiéndonos— debe ser algo que no tenga más alcance que el de un día, por salud propia y por la ajena. Un día, tal vez, es lo que podemos controlar y eso si estamos atentos; el resto hace parte de la ilusión[1]. Y no es que no debamos ilusionarnos—qué sería del hombre sin la ilusión[2]—, sino que las promesas sin mesura se transforman en cadenas que nos amarran y crean un “debe” arbitrario y bochornoso.

También se me ocurre que la fórmula para sostener una promesa más allá de un día, y que además nos permite ser libres ante el riesgo de incumplimiento, es la sensatez de afirmar: “haré todo lo posible”, obviamente demostrando que se está haciendo; así no habrá dudas del compromiso que es lo que finalmente haría enojar a los acreedores —incluyéndonos a nosotros mismos ante nuestros propios incumplimientos—.



[1] Como espejismo.

[2] Como esperanza y anhelo.

Por si las dudas,
estoy hablando de promesas veniales, de esas que no tienen la intención de convencer a nadie con la idea de dañarlo decididamente.

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