De horas pico y nudos
Quien se haya subido al metro durante las horas pico sabe que el asunto
es de estar apretado, en el contacto más cercano y estrecho con una cantidad
importante de desconocidos, cosa que agrava la situación. Todos respirando el
mismo aire caliente y sofocante, tocándose unos a otros: no solo a usted lo
tocan, usted también toca; así que usted no está en el nudo, es parte de él. Se
viaja con la cabeza alta, con la idea de abandonar la espalda de alguien o el
rostro que le respira en el suyo. Al viaje lo hace soportable el movimiento del
metro, la confianza de que, aunque sea llevado entre ahogos, al final usted va
a poder salir del nudo. Algunos atraviesan en silencio este trance, otros lo
hacen entre palabras en alto volumen, cuando no entre risas alentando el que se
corran porque van a salir, o refiriéndose con alguna expresión en la que citan
al infierno, “en el que todos vamos a caber, ¿por qué no entonces en el vagón
del metro?”
En la hora pico somos un nudo de gente atorada, intentando soportar lo
que en otras circunstancias no haríamos: y es ese contacto con otros a los que
ni siquiera miraríamos por elección. Pretendemos conservar ese espacio íntimo,
esa barrera en la que no seamos tocados; pero como es imposible, nos ponemos
tensos. La tensión es tan alta que cualquier estímulo bien o mal entendido
podría desatar un conflicto.
Sí, es la hora pico para “todos”, para usted y para mí: usted mi extraño,
yo su extraña, y sin embargo nos une, además de la circunstancia de “ser el
nudo” y de estar en la “hora pico”, la confianza de que el metro se está moviendo,
de que nos lleva a nuestro destino.
[1] Al parecer, por más que lo
intentemos, lo soñemos o lo imaginemos, no podemos excluirnos del nudo; hay un punto
—o muchos— en el que al final todos nos encontramos.
Comentarios
Publicar un comentario